AARON DUROGATI - ARNAUD COTTET - ERIC GIRARDINI

¿POR QUÉ NO?

Hace tiempo aquí la nieve era algo fundamental. Era como un sueño: si no nevaba no teníamos nada.

En las noches de noviembre, que cada vez se hacían más largas, los niños se acurrucaban en los establos y disfrutaban de viejos cuentos y del calor que irradiaban los animales.

AARON DUROGATI - ARNAUD COTTET - ERIC GIRARDINI

WHY NOT?

There was a time in which snow was fundamental, here. It was a dream: if there was no snow, everything was missing.

AARON DUROGATI - ARNAUD COTTET - ERIC GIRARDINI

¿POR QUÉ NO?

Hace tiempo aquí la nieve era algo fundamental. Era como un sueño: si no nevaba no teníamos nada.

En las noches de noviembre, que cada vez se hacían más largas, los niños se acurrucaban en los establos y disfrutaban de viejos cuentos y del calor que irradiaban los animales.

Pero todos sus pensamientos, sueños y deseos volaban lejos, tan lejos como las claras nubes que ocupaban el cielo: la caída del primer copo de nieve era todo un acontecimiento. Y después solo había que esperar hasta que llegase la hora de poder salir a esquiar.

Bueno, esquiar es exagerar un poco. Era más una cuestión de hacerse con un par de tablas de madera de un barril roto, clavarles algo y, aunque pareciera imposible, que se sujetaran al pie —por ejemplo, con un par de pantuflas viejas de la abuela robadas a escondidas— y allá que se iban. En esta época no había telesillas, ni helicópteros, ni motos de nieve. Prácticamente no había nada. Tenían sus esquís caseros y estas impresionantes montañas.

A pie se podía subir a una de las pistas que se encontraban por encima del pueblo. Las montañas no eran más que un esbozo: demasiado empinadas, demasiado peligrosas y demasiado lejanas. Y después bajaban deslizándose lo mejor que podían, los mejores hasta marcándose algunos giros. Bajaban y volvían a subir, con el aliento helándose en sus bufandas de lana y con la ropa cubierta de nieve, y volvían a bajar y de vuelta para arriba hasta que ya no podían más.

Muchos se contentaban con eso. Muchos, pero no todos, porque siempre hay alguien que mira más allá de donde los demás no ven. Alguien que se preguntó cómo sería esquiar por esas montañas tan empinadas, bajando por esos corredores tan estrechos. Una auténtica locura.

Arnaud, Aaron y Eric escalan con rapidez. El corredor se abre: ya no queda mucho; luego toca atravesar hacia la izquierda, quitarse los esquís, ponerse los crampones y coger el piolet. Después queda seguir la estrecha cornisa hacia la cima, rodeados de un vacío que se siente como una presencia ensordecedora.

AARON DUROGATI - ARNAUD COTTET - ERIC GIRARDINI

WHY NOT?

There was a time in which snow was fundamental, here. It was a dream: if there was no snow, everything was missing.

Es temprano por la mañana. El sol, que acaba de salir por encima del altiplano, empieza a acariciar los picos del Grupo Pala. Algunos rayos atraviesan el aire cortante; los crampones, enganchados a las botas que apenas pesan un kilo y medio, arrancan fragmentos minúsculos de hielo azul. Los esquís de construcción sándwich, que son ligeros y de buen rendimiento, sobresalen por encima de las tres cabezas de nuestros escaladores. Los bordes afilados captan la pureza de la luz matinal, que de momento solo va cortando el aire.

Antes las cosas eran distintas, eso de tener esquís de verdad no era tan fácil. Tenías que tener mucha suerte: si te rodeabas de los amigos adecuados, esos que esquiaban con los soldados alpinos, quizá acabaras con un par de esquís rotos para reparar. Igual te tocaban dos tipos de esquís diferentes y lo único que tenías que hacer era cortarlos un poco si eran demasiado largos. Pero nada que ver con las tablas de un barril. Con esos podías ponerte manos a la obra, bajar con rapidez y precisión como los mismísimos campeones, como Zeno Colò, que descendió el Pequeño Cervino a 160 km/h. Lo único que tenías que hacer era ponerte un jersey de más y empezar a ir más alto y más lejos, hacia aquellos lugares que antes no eran más que majestuosas cornisas. ¿Quién dijo que no se podía esquiar por un corredor?

Arnaud tiene 32 años y lleva esquiando desde que aprendió a andar. Así son las cosas en su familia. Primero en Suiza, en las montañas donde creció, y después allá donde el horizonte le llevara. En treinta años, Arnaud ha esquiado prácticamente en todas partes: desde los Alpes hasta las Montañas Rocosas, desde Alaska hasta Irán. Pero, desde que descubrió la sierra del Grupo Pala, no hay año en el que no vuelva a probar la nieve con algunos amigos del lugar.

Aquí no hay pistas abiertas en las que sientas que puedes esquiar aún más lejos: estas montañas están hechas de dolomitas y contrastes. Pero, a pesar de todo —o quizá precisamente por eso— merece la pena probar. Los corredores como estos, con pistas tan marcadas y juguetonas, no son tan fáciles de encontrar. Aquí el que esquía tiene que darlo todo.

Eric, que va un poco rezagado, se para un momento. Para él este también es su hogar: nació en estas mismas montañas. Las conoce como la palma de la mano, cada arruga, cada roca. Observa a sus compañeros escalar con rapidez, su contorno ataviado con el estado térmico y transpirable del equipo, que sobresale por un aire gélido y dinámico lleno de expectativas. Sonríe y sacude la cabeza. Es precisamente por esto por lo que le gusta tanto llevar a gente al Grupo Pala. Cada vez es como si fuese la primera: descubre en sus miradas maravilladas lo que él sentía de niño, en sus primeras ascensiones. El descubrimiento constante de la belleza que te rodea es algo muy delicado, algo a lo que dedicarse en cuerpo y alma.

Aaron empieza a calcular la pista de descenso. Sus ojos estudian la superficie de la nieve dentro del corredor, imaginando y registrando las marcas que puede dejar al descender sobre esa superficie inmaculada. Su mirada se para sobre los escalones de roca, las piedras salientes y los pasajes estrechos, y considera la altura y el peligro con el mismo cuidado con el que un relojero comprueba los engranajes de un reloj. La década de los cuarenta hace tiempo que acabó y a estas alturas ya no queda un rincón de estas montañas sin explorar. 

Pero eso no significa que no haya lugar para el asombro, para hacer algo que nos deje boquiabiertos y sin aliento. Siempre se puede inventar algo nuevo. Es todo cuestión de perspectiva, de interpretación. Echa un vistazo hacia el pueblo, todavía en sombra, en la parte inferior del valle. Coge aliento y con él un pedazo de cielo. Se echa a reír y rebusca en su mochila.

Silencio. Solo se oye el delicado sonido de los giros cada vez más cerrados que los tres pares de esquís van marcando mientras cortan el aire con total armonía.

Con un susurro, se abre una vela de speedriding. Arnaud y Eric disminuyen la velocidad en lo que se acercan con cuidado al lado izquierdo de una caída demasiado alta. Pero Aaron no. Aaron deja que sus esquís se deslicen dirigiéndose exactamente hacia ese punto. Entorna los ojos y se concentra. Dobla las rodillas ligeramente y las levanta. Aguanta la respiración y detrás ya no queda nieve: ahora solo corre el aire acariciando la base de sus esquís. Pasan unos segundos y, sin más, se ve rodeado de polvo, suave y resplandeciente.

Todos los esquiadores han buscado en algún momento la línea perfecta. Porque antes o después ocurre: tras un descenso te das la vuelta y ves las estelas que han dejado tus esquís en la nieve y que empiezan a desvanecerse. Las sigues con la mirada, después de cada giro, escuchas las sensaciones que aún te recorren el cuerpo y te preguntas: «¿Era ese el recorrido perfecto? ¿Podría haberlo hecho mejor?» El recorrido perfecto posiblemente no exista. Porque los dogmas pertenecen al reino de los fundamentalistas. Posiblemente cada descenso sea perfecto, sin importar si lo que bajas es el camino más empinado que has encontrado, solo o en compañía. Posiblemente cada recorrido sea perfecto porque al final sabes que mientras esquías, giro tras giro, acompañado del roce con la nieve y los latidos de tu corazón, has logrado justo lo que querías: ser libre.

A lo lejos, en el pueblo, una mano envejecida por el tiempo y por la nieve de noventa inviernos corre la cortina que había abierto para echar un vistazo al exterior. Un par de ojos viejos y lúcidos se iluminan con la misma luz que los hizo brillar cuando el mundo era algo más joven y solo había tablas de barriles sobre las que esquiar. «¿Por qué no?», susurra una voz. «La vejez es para el que se siente viejo. Está claro, hoy también saldré a esquiar».

AARON DUROGATI - ARNAUD COTTET - ERIC GIRARDINI

WHY NOT?

There was a time in which snow was fundamental, here. It was a dream: if there was no snow, everything was missing.

Throughout the November nights, which became increasingly longer, children huddled up in the stables, enjoying old tales and the heat coming from the animals.

But their thoughts, their dreams, their wishes, flew away, far away, towards those clear clouds: the first snow flake was an event.

Then it was simply a matter of waiting, and in just a short while it would be time for skiing. Skiing, well let’s not exaggerate. It was more a matter of collecting a couple of decent wooden slates from a broken barrel, hammer something onto them and even if unlikely, could hold one’s feet (old slippers secretly stolen from an aunt were perfect, for example), and then off they went. There were no ski lifts here. There were no helicopters, and no snow mobiles. There was just about nothing. That, and these incredible mountains.

On foot, you would climb up one of the slopes above the village. The mountains were an outline: too steep, too dangerous, too far away. And then you would slide down, some way or another, the best would even make turns. Down, then up again, with their breath icing up on their woollen scarves and their clothes encrusted with snow, then down again, until they had any breath left.

Many were happy enough like that. Many, but not everyone, because there is always someone who looks where others cannot see. Someone asked themselves what it would feel like to ski there, down those steep mountains, down those narrow couloirs. Crazy.

Arnaud, Aaron and Eric climb up quickly. The couloir opens up: not long to go, then it will be time to traverse over to the left, taking skis off and pulling out the ice axe and crampons. It will be then time to follow the narrow ridge to the peak, feeling the void all around like a deafening presence.

But their thoughts, their dreams, their wishes, flew away, far away, towards those clear clouds: the first snow flake was an event.

Then it was simply a matter of waiting, and in just a short while it would be time for skiing. Skiing, well let’s not exaggerate. It was more a matter of collecting a couple of decent wooden slates from a broken barrel, hammer something onto them and even if unlikely, could hold one’s feet (old slippers secretly stolen from an aunt were perfect, for example), and then off they went. There were no ski lifts here. There were no helicopters, and no snow mobiles. There was just about nothing. That, and these incredible mountains.

On foot, you would climb up one of the slopes above the village. The mountains were an outline: too steep, too dangerous, too far away. And then you would slide down, some way or another, the best would even make turns. Down, then up again, with their breath icing up on their woollen scarves and their clothes encrusted with snow, then down again, until they had any breath left.

Many were happy enough like that. Many, but not everyone, because there is always someone who looks where others cannot see. Someone asked themselves what it would feel like to ski there, down those steep mountains, down those narrow couloirs. Crazy.

Arnaud, Aaron and Eric climb up quickly. The couloir opens up: not long to go, then it will be time to traverse over to the left, taking skis off and pulling out the ice axe and crampons. It will be then time to follow the narrow ridge to the peak, feeling the void all around like a deafening presence.

Pero todos sus pensamientos, sueños y deseos volaban lejos, tan lejos como las claras nubes que ocupaban el cielo: la caída del primer copo de nieve era todo un acontecimiento. Y después solo había que esperar hasta que llegase la hora de poder salir a esquiar.

Bueno, esquiar es exagerar un poco. Era más una cuestión de hacerse con un par de tablas de madera de un barril roto, clavarles algo y, aunque pareciera imposible, que se sujetaran al pie —por ejemplo, con un par de pantuflas viejas de la abuela robadas a escondidas— y allá que se iban. En esta época no había telesillas, ni helicópteros, ni motos de nieve. Prácticamente no había nada. Tenían sus esquís caseros y estas impresionantes montañas.

A pie se podía subir a una de las pistas que se encontraban por encima del pueblo. Las montañas no eran más que un esbozo: demasiado empinadas, demasiado peligrosas y demasiado lejanas. Y después bajaban deslizándose lo mejor que podían, los mejores hasta marcándose algunos giros. Bajaban y volvían a subir, con el aliento helándose en sus bufandas de lana y con la ropa cubierta de nieve, y volvían a bajar y de vuelta para arriba hasta que ya no podían más.

Muchos se contentaban con eso. Muchos, pero no todos, porque siempre hay alguien que mira más allá de donde los demás no ven. Alguien que se preguntó cómo sería esquiar por esas montañas tan empinadas, bajando por esos corredores tan estrechos. Una auténtica locura.

Arnaud, Aaron y Eric escalan con rapidez. El corredor se abre: ya no queda mucho; luego toca atravesar hacia la izquierda, quitarse los esquís, ponerse los crampones y coger el piolet. Después queda seguir la estrecha cornisa hacia la cima, rodeados de un vacío que se siente como una presencia ensordecedora.

Es temprano por la mañana. El sol, que acaba de salir por encima del altiplano, empieza a acariciar los picos del Grupo Pala. Algunos rayos atraviesan el aire cortante; los crampones, enganchados a las botas que apenas pesan un kilo y medio, arrancan fragmentos minúsculos de hielo azul. Los esquís de construcción sándwich, que son ligeros y de buen rendimiento, sobresalen por encima de las tres cabezas de nuestros escaladores. Los bordes afilados captan la pureza de la luz matinal, que de momento solo va cortando el aire.

Antes las cosas eran distintas, eso de tener esquís de verdad no era tan fácil. Tenías que tener mucha suerte: si te rodeabas de los amigos adecuados, esos que esquiaban con los soldados alpinos, quizá acabaras con un par de esquís rotos para reparar. Igual te tocaban dos tipos de esquís diferentes y lo único que tenías que hacer era cortarlos un poco si eran demasiado largos. Pero nada que ver con las tablas de un barril. Con esos podías ponerte manos a la obra, bajar con rapidez y precisión como los mismísimos campeones, como Zeno Colò, que descendió el Pequeño Cervino a 160 km/h. Lo único que tenías que hacer era ponerte un jersey de más y empezar a ir más alto y más lejos, hacia aquellos lugares que antes no eran más que majestuosas cornisas. ¿Quién dijo que no se podía esquiar por un corredor?

Arnaud tiene 32 años y lleva esquiando desde que aprendió a andar. Así son las cosas en su familia. Primero en Suiza, en las montañas donde creció, y después allá donde el horizonte le llevara. En treinta años, Arnaud ha esquiado prácticamente en todas partes: desde los Alpes hasta las Montañas Rocosas, desde Alaska hasta Irán. Pero, desde que descubrió la sierra del Grupo Pala, no hay año en el que no vuelva a probar la nieve con algunos amigos del lugar.

Aquí no hay pistas abiertas en las que sientas que puedes esquiar aún más lejos: estas montañas están hechas de dolomitas y contrastes. Pero, a pesar de todo —o quizá precisamente por eso— merece la pena probar. Los corredores como estos, con pistas tan marcadas y juguetonas, no son tan fáciles de encontrar. Aquí el que esquía tiene que darlo todo.

Eric, que va un poco rezagado, se para un momento. Para él este también es su hogar: nació en estas mismas montañas. Las conoce como la palma de la mano, cada arruga, cada roca. Observa a sus compañeros escalar con rapidez, su contorno ataviado con el estado térmico y transpirable del equipo, que sobresale por un aire gélido y dinámico lleno de expectativas. Sonríe y sacude la cabeza. Es precisamente por esto por lo que le gusta tanto llevar a gente al Grupo Pala. Cada vez es como si fuese la primera: descubre en sus miradas maravilladas lo que él sentía de niño, en sus primeras ascensiones. El descubrimiento constante de la belleza que te rodea es algo muy delicado, algo a lo que dedicarse en cuerpo y alma.

Aaron empieza a calcular la pista de descenso. Sus ojos estudian la superficie de la nieve dentro del corredor, imaginando y registrando las marcas que puede dejar al descender sobre esa superficie inmaculada. Su mirada se para sobre los escalones de roca, las piedras salientes y los pasajes estrechos, y considera la altura y el peligro con el mismo cuidado con el que un relojero comprueba los engranajes de un reloj. La década de los cuarenta hace tiempo que acabó y a estas alturas ya no queda un rincón de estas montañas sin explorar. 

Pero eso no significa que no haya lugar para el asombro, para hacer algo que nos deje boquiabiertos y sin aliento. Siempre se puede inventar algo nuevo. Es todo cuestión de perspectiva, de interpretación. Echa un vistazo hacia el pueblo, todavía en sombra, en la parte inferior del valle. Coge aliento y con él un pedazo de cielo. Se echa a reír y rebusca en su mochila.

Silencio. Solo se oye el delicado sonido de los giros cada vez más cerrados que los tres pares de esquís van marcando mientras cortan el aire con total armonía.

Con un susurro, se abre una vela de speedriding. Arnaud y Eric disminuyen la velocidad en lo que se acercan con cuidado al lado izquierdo de una caída demasiado alta. Pero Aaron no. Aaron deja que sus esquís se deslicen dirigiéndose exactamente hacia ese punto. Entorna los ojos y se concentra. Dobla las rodillas ligeramente y las levanta. Aguanta la respiración y detrás ya no queda nieve: ahora solo corre el aire acariciando la base de sus esquís. Pasan unos segundos y, sin más, se ve rodeado de polvo, suave y resplandeciente.

Todos los esquiadores han buscado en algún momento la línea perfecta. Porque antes o después ocurre: tras un descenso te das la vuelta y ves las estelas que han dejado tus esquís en la nieve y que empiezan a desvanecerse. Las sigues con la mirada, después de cada giro, escuchas las sensaciones que aún te recorren el cuerpo y te preguntas: «¿Era ese el recorrido perfecto? ¿Podría haberlo hecho mejor?» El recorrido perfecto posiblemente no exista. Porque los dogmas pertenecen al reino de los fundamentalistas. Posiblemente cada descenso sea perfecto, sin importar si lo que bajas es el camino más empinado que has encontrado, solo o en compañía. Posiblemente cada recorrido sea perfecto porque al final sabes que mientras esquías, giro tras giro, acompañado del roce con la nieve y los latidos de tu corazón, has logrado justo lo que querías: ser libre.

A lo lejos, en el pueblo, una mano envejecida por el tiempo y por la nieve de noventa inviernos corre la cortina que había abierto para echar un vistazo al exterior. Un par de ojos viejos y lúcidos se iluminan con la misma luz que los hizo brillar cuando el mundo era algo más joven y solo había tablas de barriles sobre las que esquiar. «¿Por qué no?», susurra una voz. «La vejez es para el que se siente viejo. Está claro, hoy también saldré a esquiar».