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Tristan Hobson

La montaña: nuestra amiga, nuestro hogar

#SALEWAFACES

La ruta por la que veníamos esquiando llegó a la cresta y nos abrió un paisaje drapeado de cristal blanco. La nieve cubría las escarpadas montañas y las convertía en líneas suaves y sedosas: una combinación de subidas, bajadas y picos sin explorar que hacía que un paisaje desconocido se nos presentase con la familiaridad de explorar las montañas con amigos.

Somos un trío de alpinistas entusiastas de Norteamérica que ahora vive en Europa. Claire es de Canadá, Nik de Idaho y yo soy de Colorado. A menudo nuestro hogar está más definido por las fronteras geológicas que por las políticas: la cordillera Sawtooths, las Rocosas Canadienses, los Alpes, los Dolomitas. Líneas definidas por la erupción, la erosión y por las placas tectónicas. Eventos históricos grabados en el dialecto común de los mapas topográficos. Un lenguaje al que recurrimos para pasar unos días practicando esquí de travesía en Suiza, en busca de pequeños pueblecitos, nuevos para nosotros pero que hace tiempo se rumorea que esconden cimas de lo más hermosas e ideales para esquiar.

Nuestros esquís se deslizaban en silencio por la ruta que queda muy por encima de Realp, un pequeño pueblo ubicado a 1538 metros en el valle, donde la carretera invernal llega a su fin abruptamente a los pies de unos picos imponentes. Con el aliento todavía temblando entre el frío aire alpino, dirigimos nuestros esquís hacia Schafberg, a 2591 metros. Aunque no era nuestro plan original entre estos gigantes de 3000 metros, nos habíamos visto obligados a esperar al momento oportuno y demostrar nuestra paciencia. Ull nos había obsequiado con una ola de nieve recién caída, pero su regalo nos llegó con grandes vientos e inestabilidad.

A medida que avanzaba el día, mi mente oscilaba entre la cadencia de los esquís y el silencio armónico que nos brindaban las montañas durante la subida. Me paré por un momento en la ruta, bajo el cálido sol de mediodía, para abrir las cremalleras de ventilación de la chaqueta y para quitarme la capucha que me había puesto previamente para protegerme del viento punzante. A través del valle, los distantes picos habían empezado a desvelar sus toscas caras, ocultas durante toda la mañana bajo pesados mantos blancos, grises y negros. Mientras observaba los últimos metros de nuestra ruta antes de alcanzar la cima, vi a Claire de camino hacia lo alto de la montaña girando con delicadeza. Sus pasos caían con suavidad sobre la nieve en polvo cuando alcanzó a Nik en la cima. Estaba claro que, una vez arriba, el haber esperado al momento oportuno para demostrarle nuestra paciencia y nuestro respeto a la naturaleza había sido de todo menos un mal castigo. Habíamos comprendido los avisos de Ull, habíamos leído correctamente el dialecto común en los mapas y ahora todo lo que nos quedaba para llegar al hogar era recoger el fruto de nuestra subida; un descenso con sabrosos bolsillos de nieve oculto entre las crestas de sotavento y metido entre la sombra del viento de estos gigantes amenazantes.

A medida que bajábamos saltando dentro y fuera de las zonas seguras, la energía de haber compartido juntos una experiencia alpina en el extranjero se había apoderado de nuestras caras en forma de sonrisas radiantes. Y, al ver a Nik y a Claire descender con gracia por la suave superficie de la montaña, me inundó un sentimiento. Uno que ya conocía y que me resultaba tan reconfortante como en cualquier ocasión pasada. El sentimiento de que en las montañas, acompañado de amigos, independientemente de dónde estés, siempre encontrarás un lugar familiar, un lugar comunitario, un lugar común al que llamar hogar. El mismo sentimiento que nos guió, a pesar del cansancio acumulado en las piernas, durante los días siguientes en busca de nieve de un pueblecito a otro en los Alpes suizos.

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