Lofoten Lofoten

ELIA LAZZARI

LOFOTEN: UN NUEVO TIPO DE AVENTURA

#SALEWAFACES

Mis amigos y yo viajamos a las islas Lofoten, al norte de Noruega, con la esperanza de vivir un nuevo tipo de aventura, una de esas en las que el tiempo se para. En esta historia os quiero hablar sobre actividades que resumen a la perfección el espíritu de nuestro verano en las Lofoten, como dormir sobre las piedras o en un vivac a la orilla del mar.

El clima en las Lofoten era parecido al que tenemos en nuestras montañas, así que tampoco fue difícil adaptarse. Pero con el sol de medianoche, nuestros días y nuestras excursiones eran más largas y duraban más, por lo que siempre acabábamos agotados cuando por fin poníamos la cabeza sobre la almohada. Una montaña que de inmediato nos transmitió su espíritu salvaje y vertical fue Kitinden, un pico escarpado que se encuentra en la isla Moskenesøya. Esta montaña es una de las últimas del archipiélago, con una cima a la que se puede acceder haciendo una excursión que no es nada sencilla y que no está marcada del todo (por lo que es necesario hacer uso del GPS y de la cartografía).

Estos picos no se caracterizan por estar a una gran altitud, pero sí que pasamos por pasajes expuestos, valles cubiertos de hierba que se sumergían sin más en el océano, crestas alucinantes y caminos sin marcar. Los lugareños nos contaron que Kitinden, por su naturaleza salvaje, no es muy conocido ni muy visitado. Es más, en el libro de cima solo había dos firmas antes de las nuestras.

Empezamos desde el mar, donde habíamos levantado el vivac. Al igual que en el resto de montañas de las Lofoten, no hay muchas mesetas y casi todas las rutas parten de carreteras estrechas cerca del mar. Por la mañana desayunamos bien, nos pusimos las mochilas y allá que fuimos. El tiempo tampoco era una maravilla, pero aunque estuviese nublado, las nubes no cubrían las montañas.
Tras recorrer unos pocos cientos de metros, nos encontramos con nuestra primera pendiente cubierta de hierba, que nos ofreció una vista impresionante de cara al Polo Norte. Lo de estar tan cerca del polo nos entusiasmaba sobremanera. A partir de ahí, el paisaje empezó a cambiar mucho. Las islas Lofoten que solíamos ver desde abajo empezaron a cobrar sentido. Agujas afiladas, crestas estrechas, campos de nieve, canales empinadísimos… En aquel momento empezamos a sentir su auténtica esencia.

A medida que avanzábamos, la montaña era cada vez más rocosa y la temperatura más fría. Pasamos por un llano sombrío que de pronto nos hizo sentir que estábamos en pleno invierno.

Había un pequeño glaciar con su lago, todo en medio de una zona llena de enormes bloques de granito oscuro. A través de este llano nos encontramos con una serie de pasajes expuestos, hasta que encontramos una cresta que nos llevó con rapidez hasta la cima. En lo alto, había un «Inukshuk» —el típico hito de piedras que se usa como indicador del camino—, que nos dejó claro que habíamos hecho cumbre. Nos quedamos de pie sobre una pequeña cresta rodeados de rocas expuestas. Estábamos a solo 800 metros sobre la orilla del mar donde habíamos emprendido el camino, pero la vista ya era una pasada. La panorámica era una de esas a las que no estábamos acostumbrados, era raro ver montañas de ese calibre saliendo del océano. Era como si hubiésemos viajado al pasado, cuando nuestras montañas, como los Alpes, emergieron del mar para crear lo que habrían sido islas. Nos quedamos en la cima durante más de una hora, porque queríamos disfrutar del paisaje tanto como fuera posible. Cuando llegó la hora de descender, decidimos tomar un desvío. Intentamos cruzar una cresta estrecha y explorar el misterioso valle que llevaba hasta una gran bifurcación. Aquel día estábamos tan entusiasmados como alucinados: ¡nos sentíamos vivos! De vuelta al principio, estábamos eufóricos por haber vivido las Lofoten. Seguro que pronto volvemos; igual en invierno, porque seguro que es aún más fascinante o, simplemente, diferente.

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