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Nicola Narduzzi

EL REENCUENTRO

#SALEWAGETVERTICAL

Por un momento me encuentro caminando aislado de todos; a medida que han pasado los minutos nuestro variado grupo se ha desperdigado por las suaves pendientes de este gran valle. Solo el silencio me acompaña, rítmicamente interrumpido por el crujido de la nieve prensada por los palos y el murmullo de las pieles que se deslizan sobre las vías trazadas por esquiadores más rápidos y expertos. Pero este es leve e indulgente, no como ciertos silencios pesados y hostiles que me invaden algunos días en los valles de casa, en el profundo Este.

Los pasos se recorren de un modo cadencioso, mientras que el ritmo cardíaco aumenta, la respiración se sofoca y las piernas empiezan a doler. Hacía demasiado tiempo que había perdido todo esto. «¿Desde hace cuántos meses no ves la nieve, Nic? ¿Cómo has podido dejar a tus espaldas dos inviernos? ¿Pero cómo porras no has podido darte cuenta de que echabas tanto de menos la nieve?». Las respuestas, como cualquier otro pensamiento, son barridas por el viento a lo largo de valles inmaculados que parecen no tener fin. Cualquier cosa que no sea el movimiento de las piernas y el impulso de los brazos me parece totalmente irrelevante en este momento, incluso si las punzadas que me atraviesan de vez en cuando la rodilla me recuerdan que la realidad no es tan sencilla como parece. Pero la nieve lo cubre todo con su manto y consigue extender un velo de felicidad que borra incluso mis errores. Igual que ocurre con el abrazo de una amante con la que te reúnes después de un largo periodo de lejanía.

El sol, ya elevado en el arco que va de un horizonte al otro, con sus cálidos rayos me hace entender que este invierno también está a punto de acabarse. A pesar de que, para mí, en el fondo nunca ha empezado. En realidad, hace nada estaba caminando con chanclas y bañador por playas encumbradas por otro cielo, mirando las olas de un océano que se encuentra a miles de kilómetros de mi casa. Pese a todo, esa belleza tan remota y diferente ahora me parece equiparable a lo que me evoca este límpido día de sabor primaveral.

Un estruendo retumba en el valle. Como cualquier amante al que se respete, la nieve también exige su respeto y a veces saca las garras. No obstante, ni un ápice de preocupación aflora en mi mente. A poca distancia, sé que hay gente que sabe cómo protegerme. Hoy lo único que tengo que hacer es seguir un rastro que se hunde en la nieve fresca, nada puede perturbar la perfecta esencialidad del momento que, rodeado de cimas de las cuales no conozco ni el nombre, estoy viviendo.

En el collado, barrido por ráfagas de aire helado, encuentro detalles que creía ya enterrados en los recovecos más profundos de mi memoria. Las manos gélidas que intentan colocar lo más rápidamente posible las pieles. El gusto de un sorbo de té, bebido más por un intento de obtener un poco de calor que por sed. La presión de las botas que se cierran un instante antes del descenso. La emoción de las curvas, en un principio tímidas y estrechas y sucesivamente más anchas y rápidas, a medida que la confianza con los esquís aumenta y compañeros mucho más preparados me aconsejan. Las piernas queman, la energía se va agotando, pero el deseo es demasiado intenso y consigue mantener el cuerpo hasta un merecido alto en el camino.

Sentado en el centro del valle esculpido en tiempos remotos por glaciares ya desaparecidos, me doy cuenta de cuánta serenidad me transmite la nieve, la fatiga del ascenso, la euforia del descenso… Me doy cuenta de que mis errores y las decisiones que he tomado en la vida durante mucho tiempo, demasiado tiempo, me han alejado de todo esto. Por fin, quizás más por suerte que por mi propia pericia, me he reencontrado a mí mismo.

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