La verdad es esta: te gustaría estar haciendo alguna cosa, quizá con tus amigos, pero al menos uno de ellos está retenido como ayudante en casa o en el campo.

Es entonces cuando te das cuenta de la pasta de la que están hechos tus amigos en realidad: los hay que te dan la espalda de inmediato y luego están los que se ofrecen a ayudar espontáneamente, para que todo el mundo termine antes y quede tiempo para hacer alguna cosa.Hay mucho trabajo en Merano durante el otoño. Es por las manzanas: es la época en la que maduran, en la que se recolectan de los árboles y se convierten en zumo, sidra, pastel, tartaletas de manzana o incluso se comen tal cual, algo que no debería subestimarse, porque son unas manzanas deliciosas.

Las manzanas son un problema; no las manzanas en sí, sino el trabajo que conllevan. Obligan a pasar hora y media hilera tras hilera, comprobando un árbol tras otro, y es algo que hay que hacer en los últimos días previos al invierno, antes de que la nieve lo cambie todo por completo. No es fácil renunciar a esos últimos días de retozar por los caminos, por esos prados que, aunque estén amarillos, siguen siendo prados y no explanadas de hielo, de correr por los caminos alrededor de casa.

Aaron piensa y se da cuenta de que, de todos modos, hay que recogerlas. Por dos motivos. Uno de ellos lo tienes claro desde muy pequeño, y es que son las manzanas de Daniel, que es un amigo, y a los amigos siempre se les ayuda. El segundo motivo es un pensamiento que ha madurado con la edad y se ha refinado a lo largo de los años: «esto también forma parte de quienes somos», se dice Aaron a sí mismo. «Incluso esto, esta labor humilde que se hace con las manos, es parte de nuestra cultura, de lo que nos hace ser quienes somos». Manzana tras manzana, la cesta se llena y, cuando está hasta arriba, Aaron la vacía en un recipiente mayor, cruzándose con otras personas que se afanan en la misma tarea. Puede que haya quien desee estar en otro lugar, pero nadie está triste. Recoger manzanas, al aire libre, en las colinas de las montañas de tu pueblo no está tan mal, como trabajo.

Cuando acaba el día, Aaron salta como un resorte, echando mano de unas energías que tiene guardadas a buen recaudo. Aún queda un poco de luz, y «un poco» sin duda no es suficiente, pero siempre es mejor que nada, mejor que acabar encerrado en un bar, o en el sofá viendo una serie de televisión. Solo hacen falta dos cosas: fuerza de voluntad y planificación. La voluntad de dar ese paso a la izquierda en lugar de a la derecha, hacia las montañas en lugar de hacia la pereza; y planificar, tener todo lo necesario ya preparado, sin perder tiempo.

Aaron saca una pequeña mochila de su furgoneta, cuidadosamente preparada la noche anterior. Se la echa a la espalda, y llega el momento de partir. Los primeros pasos son lentos, largos, para avisar a los músculos de que el tercio ha cambiado. El ritmo aumenta gradualmente, junto con el ritmo de su respiración y sus pulsaciones. Las sendas que suben a lo alto, detrás de Lagundo, están a la sombra, pero el cielo aún no ha empezado a teñirse de los oscuros colores purpúreos de la noche: la luz aún es ámbar, aún queda tiempo. Aaron aumenta el ritmo; los prados de Muta quedan ahora detrás de él. Hay suficiente luz, si te das prisa. Puedes subir a la cima, a despegar arriba del todo, en la cumbre del Mutspitze.

Cuando Aaron despliega su vela para formar una gran herradura, comprobando minuciosamente las bandas, aún no han desparecido los últimos rayos. Es apenas suficiente para bajar y aterrizar con seguridad, pero es suficiente, que es lo que cuenta. Una suave brisa sube la pendiente, tranquila y constante. Es como si llevase consigo el intenso perfume de las manzanas, pero puede que eso solo sea fruto de la imaginación. La vela se infla y asciende sobre su cabeza. Dos pasos y tiene los pies en el aire.

Abajo, en el fondo del valle, los árboles frutales se revelan como nítidas hileras. «No, no me gustaría pertenecer a ningún otro lugar», murmura Aaron para sí, mientras vuela hacia casa.

AARON DUROGATI

MERANO: de la tradición a la pasión

 

Si vives en una zona rural, siempre hay algo que hacer. Si te has criado en una zona en la que hay algo más que cemento y cristal, eso lo sabes muy bien.

No tiene vuelta de hoja, no hay escapatoria: podar las viñas, despejar el bosque o cortar madera, o cualquier cosa que se les ocurra a tu abuelo y a ese tío tuyo tan trabajador.

La verdad es esta: te gustaría estar haciendo alguna cosa, quizá con tus amigos, pero al menos uno de ellos está retenido como ayudante en casa o en el campo.

Es entonces cuando te das cuenta de la pasta de la que están hechos tus amigos en realidad: los hay que te dan la espalda de inmediato y luego están los que se ofrecen a ayudar espontáneamente, para que todo el mundo termine antes y quede tiempo para hacer alguna cosa.Hay mucho trabajo en Merano durante el otoño. Es por las manzanas: es la época en la que maduran, en la que se recolectan de los árboles y se convierten en zumo, sidra, pastel, tartaletas de manzana o incluso se comen tal cual, algo que no debería subestimarse, porque son unas manzanas deliciosas.

 

 

Las manzanas son un problema; no las manzanas en sí, sino el trabajo que conllevan. Obligan a pasar hora y media hilera tras hilera, comprobando un árbol tras otro, y es algo que hay que hacer en los últimos días previos al invierno, antes de que la nieve lo cambie todo por completo. No es fácil renunciar a esos últimos días de retozar por los caminos, por esos prados que, aunque estén amarillos, siguen siendo prados y no explanadas de hielo, de correr por los caminos alrededor de casa.

Aaron piensa y se da cuenta de que, de todos modos, hay que recogerlas. Por dos motivos. Uno de ellos lo tienes claro desde muy pequeño, y es que son las manzanas de Daniel, que es un amigo, y a los amigos siempre se les ayuda. El segundo motivo es un pensamiento que ha madurado con la edad y se ha refinado a lo largo de los años: «esto también forma parte de quienes somos», se dice Aaron a sí mismo. «Incluso esto, esta labor humilde que se hace con las manos, es parte de nuestra cultura, de lo que nos hace ser quienes somos». Manzana tras manzana, la cesta se llena y, cuando está hasta arriba, Aaron la vacía en un recipiente mayor, cruzándose con otras personas que se afanan en la misma tarea. Puede que haya quien desee estar en otro lugar, pero nadie está triste. Recoger manzanas, al aire libre, en las colinas de las montañas de tu pueblo no está tan mal, como trabajo.

 

 

Cuando acaba el día, Aaron salta como un resorte, echando mano de unas energías que tiene guardadas a buen recaudo. Aún queda un poco de luz, y «un poco» sin duda no es suficiente, pero siempre es mejor que nada, mejor que acabar encerrado en un bar, o en el sofá viendo una serie de televisión. Solo hacen falta dos cosas: fuerza de voluntad y planificación. La voluntad de dar ese paso a la izquierda en lugar de a la derecha, hacia las montañas en lugar de hacia la pereza; y planificar, tener todo lo necesario ya preparado, sin perder tiempo.

Aaron saca una pequeña mochila de su furgoneta, cuidadosamente preparada la noche anterior. Se la echa a la espalda, y llega el momento de partir. Los primeros pasos son lentos, largos, para avisar a los músculos de que el tercio ha cambiado. El ritmo aumenta gradualmente, junto con el ritmo de su respiración y sus pulsaciones. Las sendas que suben a lo alto, detrás de Lagundo, están a la sombra, pero el cielo aún no ha empezado a teñirse de los oscuros colores purpúreos de la noche: la luz aún es ámbar, aún queda tiempo. Aaron aumenta el ritmo; los prados de Muta quedan ahora detrás de él. Hay suficiente luz, si te das prisa. Puedes subir a la cima, a despegar arriba del todo, en la cumbre del Mutspitze.

 

 

Cuando Aaron despliega su vela para formar una gran herradura, comprobando minuciosamente las bandas, aún no han desparecido los últimos rayos. Es apenas suficiente para bajar y aterrizar con seguridad, pero es suficiente, que es lo que cuenta. Una suave brisa sube la pendiente, tranquila y constante. Es como si llevase consigo el intenso perfume de las manzanas, pero puede que eso solo sea fruto de la imaginación. La vela se infla y asciende sobre su cabeza. Dos pasos y tiene los pies en el aire.

Abajo, en el fondo del valle, los árboles frutales se revelan como nítidas hileras. «No, no me gustaría pertenecer a ningún otro lugar», murmura Aaron para sí, mientras vuela hacia casa.