SIMON GIETL

DE VUELTA A CASA

No es nada fácil tener sueños ambiciosos y cumplirlos.

SIMON GIETL

DE VUELTA A CASA

No es nada fácil tener sueños ambiciosos y cumplirlos.

Pero tampoco lo es tener sueños ambiciosos y no llegar a hacerlos realidad.

SIMON GIETL

DE VUELTA A CASA

No es nada fácil tener sueños ambiciosos y cumplirlos.

Las enormes montañas de la cordillera del Karakórum tienen un encanto especial, algo que se debe en gran parte a su aislamiento extremo, a su dosis de aventura y a la oportunidad de hacer primeras ascensiones que pongan los pelos de punta. También cuentan con nombres legendarios, evocadores y misteriosos como, por ejemplo, los de las Torres del Trango: el Monje, el Púlpito, el Castillo y la Torre sin Nombre. Hasta sus siluetas hacen que te quedes boquiabierto: el Laila Peak parece una lanza clavada en el cielo; el Masherbrum es una pirámide perfecta que parece haber sido esculpida por las manos de un titán. En cuanto ves las montañas del Karakórum se te quedan grabadas en la memoria.

Los valles que van desde Askule hasta el campo base del Latok parecen estar labrados con un cincel tanto en la parte baja, donde todavía son un lugar propicio para el cultivo, como en la alta, donde se aprecia el efecto de los elementos y lo único que hay son rocas sueltas: muescas formadas por superficies de piedra muy altas y con cortes bien definidos, torrentes impetuosos que las atraviesan y caminos por los que hasta las mulas con las patas más firmes dan marcha atrás.

Rápidas y tambaleantes suben cuatro figuritas por el valle de Choktoi, cargando arduamente con todo el equipo necesario para una expedición larga. Son Simon Gietl, Thomas Huber, Yannick Boissenot y Rainer Treppte. Su destino es el Latok I: una montaña remota y difícil, pero de una belleza increíble. Thomas ya ha estado dos veces en los alrededores; una vez en 2015 y otra en 2016, pero no llegó a alcanzar la cima.

Esta es una parte del mundo que el legendario escalador alemán conoce perfectamente; por ejemplo, el primer ascenso al Ogre III y el segundo al Ogre, cimas que no distan mucho entre sí, llevan su nombre.

AARON DUROGATI - ARNAUD COTTET - ERIC GIRARDINI

WHY NOT?

There was a time in which snow was fundamental, here. It was a dream: if there was no snow, everything was missing.

En cambio, es la primera vez de Simon Gietl en Pakistán. A veces la vida es curiosa: te enamoras de un lugar que nunca has visto antes y sobre el que solo has leído en un libro y, cuando te ves explorándolo tú mismo, resulta que vas con la persona que escribió justo ese libro.

Y es que eso es exactamente lo que pasó; así es como las montañas del Latok se grabaron en la memoria de Simon: fue a principios del año 2000 cuando el deportista del Tirol del Sur descubrió su infinita pasión por la escalada por casualidad gracias a un alpinista anónimo que le recogió mientras hacía autostop de Brunico a Dobbiaco. Tras los primeros ascensos, ya tenía curiosidad por saber lo que sería escalar en invierno, y así se adentró con un compañero en la cresta del Abram en el macizo del Sella.

El resultado no fue para nada satisfactorio: diez días en el hospital con las primeras manifestaciones de congelamiento en los dedos de los pies y de las manos. Disponía de mucho tiempo libre que podía pasar, o bien mirando al techo, o bien leyendo un libro. Así que el libro seleccionado fue uno que le dio su padre titulado Ogre, de Thomas Huber.

Los cuatro hombrecitos alcanzaron su destino entre las colosales y remotas montañas: una ancha cuenca glacial a 4300 metros por encima del nivel del mar desde la que, gracias a la alta presión y un aire cristalino, parecía que se pudiese poder tocar la cima del Latok I con los dedos. Todo ello rodeados del silencio gris y blanco del hielo y del granito. Llega la hora de empezar a aclimatarse antes de enfrentarse al desafío; sí, porque este desafío es de todo menos fácil. Han pasado cuarenta años desde la última vez que alguien subió al Latok I y nunca nadie ha subido a su cara norte. Esa cresta, larga y extremadamente técnica, es uno de los grandes problemas del Karakórum.

El comienzo se llama Panmah Kangri y tiene la forma de una pirámide hecha de roca y hielo. Es 20 de agosto y Simon, Thomas, Yannick y Rainer avanzan un día entero entre las rocas y el hielo con el objetivo de instalar un campo base avanzado a 5000 metros, en un púlpito con vistas al valle. El despertador suena a las 2 de la mañana. Es hora de engullir un desayuno frugal y de volver a ponerse en marcha, en silencio, cada uno absorto en sus pensamientos, gracias al haz de luz que reflejan sus frontales. La cara de hielo tiene una pendiente pronunciada, pero el equipo con sus cuerdas avanza con rapidez.

Los primeros rayos del sol bañan un pequeño altiplano nevado, una de esas esquinas del mundo que parecen sacadas de otro planeta, en las que la naturaleza te habla con una voz clara e imperiosa a través de la luz y del viento; una imagen que te deja sin palabras y hace que inclines la cabeza como si fuese una ceremonia religiosa, como poco. Un trecho largo sobre un granito inmaculado, metro tras metro, de oeste a sudeste, a través de una despejada ruta hacia la cima. Son las 8:00 cuando los cuatro se dan la mano y se abrazan en lo alto de la cima del Panmah Kangri, a seis mil metros de altura, y su ascensión se convierte en la tercera de la historia.

El segundo paso de este juego progresivo es el Latok III, la cima hermana del objetivo de la expedición. Pero la naturaleza tiene otros planes: una ventana de presión alta y un aire cristalino se quiebran de golpe para dar paso a tres semanas de viento y nieve. La nieve en las cornisas sigue subiendo, y con ella la frecuencia de avalanchas, que es la única voz que forma un dueto con el viento.

Aunque Simon y Thomas estén listos, las montañas no lo están, y un buen alpinista debe saber cuándo hay que escuchar esa voz, cuándo hay que decir «basta» y cuál es el umbral de riesgo aceptable que se puede cruzar. Sobre todo si en casa te esperan tu mujer y tus hijos.

El campo base ya está desmantelado. Tampoco pudo ser este año. Pero no es algo triste: lo triste es no volver a casa o volver metido en un féretro de zinc.

Volver a casa tras haber tomado una decisión como esta, tras haber aceptado que no vas a poder hacer realidad tu sueño —o al menos no por el momento— es un trago amargo. Pero también es una promesa; una puerta abierta hacia el futuro. Volver a casa con un sueño pendiente de hacer realidad y una nueva amistad bien forjada no es nada triste.

AARON DUROGATI - ARNAUD COTTET - ERIC GIRARDINI

WHY NOT?

There was a time in which snow was fundamental, here. It was a dream: if there was no snow, everything was missing.

Throughout the November nights, which became increasingly longer, children huddled up in the stables, enjoying old tales and the heat coming from the animals.

But their thoughts, their dreams, their wishes, flew away, far away, towards those clear clouds: the first snow flake was an event.

Then it was simply a matter of waiting, and in just a short while it would be time for skiing. Skiing, well let’s not exaggerate. It was more a matter of collecting a couple of decent wooden slates from a broken barrel, hammer something onto them and even if unlikely, could hold one’s feet (old slippers secretly stolen from an aunt were perfect, for example), and then off they went. There were no ski lifts here. There were no helicopters, and no snow mobiles. There was just about nothing. That, and these incredible mountains.

On foot, you would climb up one of the slopes above the village. The mountains were an outline: too steep, too dangerous, too far away. And then you would slide down, some way or another, the best would even make turns. Down, then up again, with their breath icing up on their woollen scarves and their clothes encrusted with snow, then down again, until they had any breath left.

Many were happy enough like that. Many, but not everyone, because there is always someone who looks where others cannot see. Someone asked themselves what it would feel like to ski there, down those steep mountains, down those narrow couloirs. Crazy.

Arnaud, Aaron and Eric climb up quickly. The couloir opens up: not long to go, then it will be time to traverse over to the left, taking skis off and pulling out the ice axe and crampons. It will be then time to follow the narrow ridge to the peak, feeling the void all around like a deafening presence.

But their thoughts, their dreams, their wishes, flew away, far away, towards those clear clouds: the first snow flake was an event.

Then it was simply a matter of waiting, and in just a short while it would be time for skiing. Skiing, well let’s not exaggerate. It was more a matter of collecting a couple of decent wooden slates from a broken barrel, hammer something onto them and even if unlikely, could hold one’s feet (old slippers secretly stolen from an aunt were perfect, for example), and then off they went. There were no ski lifts here. There were no helicopters, and no snow mobiles. There was just about nothing. That, and these incredible mountains.

On foot, you would climb up one of the slopes above the village. The mountains were an outline: too steep, too dangerous, too far away. And then you would slide down, some way or another, the best would even make turns. Down, then up again, with their breath icing up on their woollen scarves and their clothes encrusted with snow, then down again, until they had any breath left.

Many were happy enough like that. Many, but not everyone, because there is always someone who looks where others cannot see. Someone asked themselves what it would feel like to ski there, down those steep mountains, down those narrow couloirs. Crazy.

Arnaud, Aaron and Eric climb up quickly. The couloir opens up: not long to go, then it will be time to traverse over to the left, taking skis off and pulling out the ice axe and crampons. It will be then time to follow the narrow ridge to the peak, feeling the void all around like a deafening presence.

No es nada fácil tener sueños ambiciosos y cumplirlos. Pero tampoco lo es tener sueños ambiciosos y no llegar a hacerlos realidad.

Las enormes montañas de la cordillera del Karakórum tienen un encanto especial, algo que se debe en gran parte a su aislamiento extremo, a su dosis de aventura y a la oportunidad de hacer primeras ascensiones que pongan los pelos de punta. También cuentan con nombres legendarios, evocadores y misteriosos como, por ejemplo, los de las Torres del Trango: el Monje, el Púlpito, el Castillo y la Torre sin Nombre. Hasta sus siluetas hacen que te quedes boquiabierto: el Laila Peak parece una lanza clavada en el cielo; el Masherbrum es una pirámide perfecta que parece haber sido esculpida por las manos de un titán. En cuanto ves las montañas del Karakórum se te quedan grabadas en la memoria.

Los valles que van desde Askule hasta el campo base del Latok parecen estar labrados con un cincel tanto en la parte baja, donde todavía son un lugar propicio para el cultivo, como en la alta, donde se aprecia el efecto de los elementos y lo único que hay son rocas sueltas: muescas formadas por superficies de piedra muy altas y con cortes bien definidos, torrentes impetuosos que las atraviesan y caminos por los que hasta las mulas con las patas más firmes dan marcha atrás.

Rápidas y tambaleantes suben cuatro figuritas por el valle de Choktoi, cargando arduamente con todo el equipo necesario para una expedición larga. Son Simon Gietl, Thomas Huber, Yannick Boissenot y Rainer Treppte. Su destino es el Latok I: una montaña remota y difícil, pero de una belleza increíble. Thomas ya ha estado dos veces en los alrededores; una vez en 2015 y otra en 2016, pero no llegó a alcanzar la cima.

Esta es una parte del mundo que el legendario escalador alemán conoce perfectamente; por ejemplo, el primer ascenso al Ogre III y el segundo al Ogre, cimas que no distan mucho entre sí, llevan su nombre.

En cambio, es la primera vez de Simon Gietl en Pakistán. A veces la vida es curiosa: te enamoras de un lugar que nunca has visto antes y sobre el que solo has leído en un libro y, cuando te ves explorándolo tú mismo, resulta que vas con la persona que escribió justo ese libro.

Y es que eso es exactamente lo que pasó; así es como las montañas del Latok se grabaron en la memoria de Simon: fue a principios del año 2000 cuando el deportista del Tirol del Sur descubrió su infinita pasión por la escalada por casualidad gracias a un alpinista anónimo que le recogió mientras hacía autostop de Brunico a Dobbiaco. Tras los primeros ascensos, ya tenía curiosidad por saber lo que sería escalar en invierno, y así se adentró con un compañero en la cresta del Abram en el macizo del Sella.

El resultado no fue para nada satisfactorio: diez días en el hospital con las primeras manifestaciones de congelamiento en los dedos de los pies y de las manos. Disponía de mucho tiempo libre que podía pasar, o bien mirando al techo, o bien leyendo un libro. Así que el libro seleccionado fue uno que le dio su padre titulado Ogre, de Thomas Huber.

Los cuatro hombrecitos alcanzaron su destino entre las colosales y remotas montañas: una ancha cuenca glacial a 4300 metros por encima del nivel del mar desde la que, gracias a la alta presión y un aire cristalino, parecía que se pudiese poder tocar la cima del Latok I con los dedos. Todo ello rodeados del silencio gris y blanco del hielo y del granito. Llega la hora de empezar a aclimatarse antes de enfrentarse al desafío; sí, porque este desafío es de todo menos fácil. Han pasado cuarenta años desde la última vez que alguien subió al Latok I y nunca nadie ha subido a su cara norte. Esa cresta, larga y extremadamente técnica, es uno de los grandes problemas del Karakórum.

El comienzo se llama Panmah Kangri y tiene la forma de una pirámide hecha de roca y hielo. Es 20 de agosto y Simon, Thomas, Yannick y Rainer avanzan un día entero entre las rocas y el hielo con el objetivo de instalar un campo base avanzado a 5000 metros, en un púlpito con vistas al valle. El despertador suena a las 2 de la mañana. Es hora de engullir un desayuno frugal y de volver a ponerse en marcha, en silencio, cada uno absorto en sus pensamientos, gracias al haz de luz que reflejan sus frontales. La cara de hielo tiene una pendiente pronunciada, pero el equipo con sus cuerdas avanza con rapidez. Los primeros rayos del sol bañan un pequeño altiplano nevado, una de esas esquinas del mundo que parecen sacadas de otro planeta, en las que la naturaleza te habla con una voz clara e imperiosa a través de la luz y del viento; una imagen que te deja sin palabras y hace que inclines la cabeza como si fuese una ceremonia religiosa, como poco. Un trecho largo sobre un granito inmaculado, metro tras metro, de oeste a sudeste, a través de una despejada ruta hacia la cima. Son las 8:00 cuando los cuatro se dan la mano y se abrazan en lo alto de la cima del Panmah Kangri, a seis mil metros de altura, y su ascensión se convierte en la tercera de la historia.

El segundo paso de este juego progresivo es el Latok III, la cima hermana del objetivo de la expedición. Pero la naturaleza tiene otros planes: una ventana de presión alta y un aire cristalino se quiebran de golpe para dar paso a tres semanas de viento y nieve. La nieve en las cornisas sigue subiendo, y con ella la frecuencia de avalanchas, que es la única voz que forma un dueto con el viento.

Aunque Simon y Thomas estén listos, las montañas no lo están, y un buen alpinista debe saber cuándo hay que escuchar esa voz, cuándo hay que decir «basta» y cuál es el umbral de riesgo aceptable que se puede cruzar. Sobre todo si en casa te esperan tu mujer y tus hijos.

El campo base ya está desmantelado. Tampoco pudo ser este año. Pero no es algo triste: lo triste es no volver a casa o volver metido en un féretro de zinc.

Volver a casa tras haber tomado una decisión como esta, tras haber aceptado que no vas a poder hacer realidad tu sueño —o al menos no por el momento— es un trago amargo. Pero también es una promesa; una puerta abierta hacia el futuro. Volver a casa con un sueño pendiente de hacer realidad y una nueva amistad bien forjada no es nada triste.