Perdemos la cuenta: speed hiking en el círculo polar ártico

Abro la cremallera de la tienda de campaña, nuestra cápsula de paredes amarillas envuelta en el aire frío y húmedo de la montaña. No estoy seguro del momento en el que mi cuerpo abandonó el calor de mi saco de dormir para dejarme acariciar por el brillo eterno del sol ártico. Ya me había acostumbrado a la idea de que el tiempo pasa volando en la montaña, pero ahora, en el círculo polar ártico, ni siquiera la luz del día es una medida de control. Nuestros límites eran sencillos: hasta donde lleguen las piernas, nuestros pronósticos meteorológicos y los confines de nuestra imaginación.

Con toda una semana por delante para jugar, dos amigos suecos —Isak Sandling y Simon Rantappa—, y yo nos decidimos a explorar el potencial que tiene el parque nacional Sarek para practicar speed hiking. Aunque los tres nos hemos recorrido las montañas del mundo, teníamos claro que Sarek es un lugar especial. Es uno de los parques nacionales más antiguos de Europa y uno de los menos desarrollados en su interior. Hay pocos caminos, pocos puentes y pocas rutas marcadas, aparte de las de los renos. Es como si el interior de Sarek no tuviese marcas de ningún tipo.

Los tres nos adentramos en sus entrañas con una excursión de carácter híbrido, desde el sur, haciendo trekking hasta instalar los campamentos base y con intención de recorrer corriendo las crestas y cumbres que crean el perfil dentado de sus valles tallados a base de glaciares.

«¿Habéis oído las piedras planas al correr por la última parte de la cresta? Era como tocar las teclas de un piano con los pies», salta Isak en lo que llegamos justo debajo de la cima de Bårddetjåhkkå (2005 m), uno de los seis dosmiles de la zona.

Solo era el segundo día de nuestra aventura y la melodía de las piedras no era más que uno de los ingredientes que alimentaban nuestra imaginación. Empezamos en las tierras pantanosas donde colocamos nuestro primer campamento base, a unos 25 kilómetros del principio de la ruta, donde las pintorescas praderas de Laponia se fusionan para formar un terreno alpino alucinante. Mientras corríamos montaña arriba hacia el espolón este del macizo de Pårte, dábamos gracias por las suelas de nuestras zapatillas, que nos protegían de las piedras punzantes que intentaban atravesarlas como puntas de flecha y nos forzaban a movernos con rapidez. La cresta del macizo nos obsequió con una larga superficie de piedras planas, que formaban el camino ideal para moverse a paso rápido. En lo que avanzábamos de cima en cima, las vistas se burlaban de nosotros con sus crestas afiladas como la hoja de un cuchillo y sus paredes de granito puro sumergidas en glaciares azules antes de unirse en el delta alpino del río Rapa. Ni que decir tiene que esta fue una introducción de lo más inspiradora de lo que sería nuestro parque de juegos durante la semana.

Y para rematar el punto álgido del día, le eché un vistazo al reloj para comprobar qué es lo que indicaba el brillo dorado del sol: era casi hora de cenar. Aunque me acostumbré pronto a no mirar el reloj en los días siguientes, ya que el concepto del tiempo quedó en un segundo plano. Esperábamos a que parase la lluvia matinal disfrutando de una segunda taza de café, tomándonos nuestro tiempo en desarrollar nuestra ruta diaria y disfrutando del contraste de las limitaciones que suele imponer la oscuridad.

No fue hasta el último día de excursión, mientras calculábamos los kilómetros que habíamos recorrido, los metros que habíamos ascendido y las cumbres que habíamos alcanzado, que sentimos de verdad la recompensa de nuestras limitaciones. La importancia de andar calculando y midiendo desapareció con la importancia del tiempo. Cuando lo único que te limitan son las barreras que te impone tu imaginación, la única cuenta que de verdad importa es la experiencia en sí; con las piernas cansadas y el espíritu pleno, el recuento final es una experiencia que ha sido todo un éxito.